Se ganaba la vida fabricando y vendiendo maletas. Las valijas eran de todo tipo de colores y tamaños, unas cerraban con llave, otras con seguros, algunas con combinación. Las hacía con y sin rueditas, con agarraderas firmes o largas, en forma de mochila o de bulto. A pesar de que el negocio no iba mal, no era un hombre feliz. Todas las noches tenía agruras pensando que sus creaciones viajarían a partes del mundo que él nunca conocería, que cargarían prendas y pertenencias costosas que él nunca podría usar, que volverían los espacios vacíos llenos de souvenirs para todos, menos para él. Sin embargo, el día antes de su muerte amaneció de muy buen humor. Sólo en la cercanía del último viaje se dio cuenta de que en realidad ninguna maleta está vacía, jamás; incluso cuando están rebozantes cargan con todos sus recuerdos, sensaciones y experiencias. Cada que alguien viaja lo hace con todos los que han viajado con la misma maleta, incluyendo al que la fabrica. En realidad había vivido la vida más completa del mundo, se dijo. Y partió ligero a la mañana siguiente.
domingo, 14 de septiembre de 2014
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