miércoles, 26 de octubre de 2011

Todas las noches, toda la noche.

Busco caminos que me lleven a encontrarme con tu aroma en mi cama, con tu boca en mi espalda y mi cabello de ideas reguereadas desde tus dedos hasta tus palmas. Siempre me quedo con las ganas de encontrar las tuyas hurgando en mis miradas. Siempre me pierdo, ya no se regresar del lugar donde escondiste tu locura entre mis pliegues, entre mis sábanas.

Me quedo siempre con este insomnio y con esta necesidad de ti al momento de extrañarte, esta urgencia de ti al de pronto olvidarte y ese dolor a morir al encontrarte.

domingo, 23 de octubre de 2011

Y estas ganas de llorar que no se quitan ni llorando. Lo que me preocupa, es acostumbrarme a la sensación.

sábado, 22 de octubre de 2011

jueves, 20 de octubre de 2011

25 años.

Para ahora que el tiempo parece colapsar en interminables eternidades, contenidas en milifracciones de microsegundos minuciosamente acomodadas en el continum, una historia.

Vivir con el recuerdo de una irresolución es doloroso, sumamente lastimoso y empuja hacia la autoconmiseración. “¿Y si hubiera hecho…?, ¿y si hubiera dicho…?, ¿y si sí…?, ¿y si no…?. La duda corroe y mata. La certeza puede dar vida, o puede quitarla. 50-50. Bastante respetable y equilibrado.

Antonio decidió hace ya casi 25 años, más o menos, que ese no sería su caso, y se atrevió a llevar a cabo la resolución que por tanto tiempo había pospuesto. Dudas, planteadas en forma de escenarios, en donde cada alternativa, cada posibilidad, cada probable o improbable acontecimiento, cada planteamiento y cada viable respuesta habían sido repetidas y desmenuzadas paso a paso, buscando el resquicio que, a sabiendas que existe, se descuida y pone en riesgo la operación. Los meses de planeación y análisis por fin estaban a punto de terminar. Ya había recorrido cada rama de ese inmenso árbol virtual de posibilidades y lo único que quedaba era actuar. Como un artista, tuvo que decidir cuando su obra quedó completa. A su parecer, tenía un 50% de posibilidades a favor. Bastante respetable y equilibrado.

Casi 25 años. O tal vez mas, si no es que menos. No recordaba la fecha, el mes, el año. Lo único que tenía claro es que el usaba una chamarra, por lo tanto hacía frío, y el día siguiente fue gris, con esa lluvia pertinaz que ensucia todo. Al fin y al cabo, que importa, las fechas son para los libros de historia. Casi un cuarto de siglo, y dicho así suena bastante rudo.

Pues hace más o menos 25 años, Antonio tomó el teléfono de su oficina y, casi temblando, marcó el número. Estuvo a punto de colgar la llamada cuando escuchó el primer tono, pero se aguantó, apretó la mandíbula y cerró los ojos. Había echado a andar el mecanismo y ya no podía volver atrás. Sonó el tono por segunda vez y se apartó un poco el auricular de la oreja, por si se acobardaba, cuando menos que fuese rápido. Pero no se acobardó. Sonó el tercer tono y deseó que sonara el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, y nadie tomara la llamada del otro lado. Sonó el cuarto tono y notó de pronto que algo dentro de si se reventaba como una burbuja, y sintió una vaga resignación por lo que viniera “Chingue su madre”, se dijo. Todavía no sonaba el quinto tono y alguien tomó la llamada. Una voz femenina, juvenil y perezosa, sonó en el auricular.

- “¿Bueno?”.

La tranquilidad del que ya no tiene opciones lo invadió por completo y con aplomo preguntó:

- “¿Laura?”.

La voz del otro lado le dio la respuesta que el de sobra sabía.

- “Sí”.

Y respondió alargando la i, como si en lugar de respuesta fuera pregunta.

- “Soy Antonio, ¿como estás?”.

- “Ah, bien, Antonio, ¿y tu?, ¿Qué onda?”.

- “Oye, Laura, necesito hablar contigo, ¿tienes chanza hoy en la noche?. Te invito a cenar y ahí platicamos”.

- “Sí, claro. ¿a que hora?”

- “¿Te parece bien a las 8?”.

- “Bien, a las 8, ¿pasas por mi a la escuela?”

- “Desde luego. Entonces te veo a las 8. Cuídate. Bye”.

- “Bye”.

Antonio colgó el teléfono despacio, como con temor a delatarse. Se asombró de lo que había hecho. Tanto tiempo planeando, analizando, discurriendo, sopesando posibilidades y ya eso había terminado, había dado el primer paso. Lo único que deseó fue que ese tiempo, entre la llamada y las 8 de la noche, se escurriera lo más rápido posible. Ya no le fue posible trabajar aquella tarde, todo fue fumar y beber café.

25 años, más o menos, después de aquella tarde, Antonio estaba sentado frente a su computadora, recibiendo un mensaje de solicitud de amistad. Era un viejo compañero de trabajo, desde luego lo aceptó y mantuvo por más de tres cuartos de hora un entretenido intercambio de mensajes. ¿Cómo te va?, ¿Qué te haz hecho?, y preguntas por el estilo. La conversación derivó a los recuerdos, ¿Haz visto a fulano?, ¿supiste lo que le pasó a zutano?. Antonio se sorprendió al notar que una amplia sonrisa le cubría la cara, la borró de inmediato sintiendo un poco de culpabilidad y un mucho de vergüenza. Su memoria convocó a los recuerdos, que acudieron presurosa y atropelladamente, desempolvándose y tallándose los ojos, bostezando, reconociéndose unos a otros. La cantidad de recuerdos fue tan grande y se organizó tal alboroto en su mente, que esta parecía un frondoso árbol en un atardecer de otoño, cuando los pájaros dan por terminadas sus aviares rutinas y se congregan a piar, graznar, cantar, chillar y cacarear. Como una animada fiesta donde viejos amigos se encuentran y ríen con estruendosas carcajadas. Antonio y su amigo recordaron situaciones, personales y de trabajo, amigos mutuos, fiestas, canciones y aún problemas, que vistos estos a la distancia de 25 años más o menos, ya no causaban inquietud, y si bastante risa y no menos recapitulaciones.

Un rato después se despidieron quedando en contactarse de nuevo para verse por ahí, tal vez ir a desayunar o tomarse un par de tragos. Sea por los viejos tiempos.

Antonio regresó a su propia rutina hasta que llegó la hora de irse. Al ir cerrando las ventanas abiertas de sus aplicaciones, encontró su sesión de Facebook aún abierta y con la conversación desplegada en una orilla. Estaba solo y ya no sitió pena de que lo vieran, así que la comisura izquierda de sus labios se extendió un poco hacia fuera y arriba, la derecha no quiso ser menos e hizo lo propio, y se hizo la sonrisa. Navegó de arriba a abajo del panel de la conversación, recordando todo otra vez, pero ahora lo que había sido una bulliciosa fiesta de viejos amigos, se asemejaba más al fin de fiesta, cuando todos se despiden, cansados y contentos, y se retiran. El barullo se convirtió en murmullo y se encontró solo de nuevo, cansado y contento también. Apuntó el ratón hacia el botón de cerrar, pero su vista fue hacia el otro lado, hacia la lista de amigos, y se topó de nuevo con el rostro del viejo amigo, un poco más ancho y arrugado que como lo recordaba. Mantuvo la vista ahí unos segundos y desistió de cerrar la ventana, desvió el apuntador hasta la nariz de su amigo y dio un click. Enseguida la ventana mostró el muro de Facebook de su amigo. Recorrió variedad de fotos, la esposa, los hijos, fiestas, vacaciones, y uno que otro link. Decidió revisar la lista de amigos de Ramón con la intención de encontrar a algunos de aquellos de los platicaron hacía ya un rato. Y los encontró, ahí estaban René y Francisco, Johnatan y Daniel, Ana y Aaron. Continuó buscando hacia abajo hasta que encontró otro rostro conocido. Las comisuras de los labios, ya fatigadas, súbitamente empezaron a doler, y la sonrisa se le cayó de la cara. Casi pudo escuchar como se hacía pedazos al llegar al suelo. Muy adentro de el, en el mismo lugar oscuro de donde habían salido aquellos viejos recuerdos, se removió uno igual de viejo, que a propósito no había sido convocado aquella tarde, causándole un piquete de dolor. No por viejo ni por lo aparentemente olvidado, tampoco por que las razones ahora, 25 años después más o menos, fueran poco claras, iba a dejar de causar dolor, y si bien se sorprendió de sentirlo, entendió que era normal.

- “Laura” dijo en voz alta.

25 años antes mas o menos, Antonio estacionaba su carro dos cuadras antes de la escuela de Laura, decidió no dejarlo cerca para no tener que utilizarlo para desplazarse, prefería caminar a algún lugar próximo y mientras tanto hacer ajustes de último momento a su plan, de hecho se había decidido por un pequeño restaurante italiano, no más lejos de la escuela, que lo que estaba su carro. Eran las 7:45 de la noche. Encendió un cigarro y se encaminó a la escuela, dispuesto a esperar otros 15 minutos. Después de todo, ya había esperado tanto que esos 15 minutos le parecerían nada. Para su sorpresa, Laura ya estaba en la puerta de la escuela, acompañada de un par de amigas. No había tenido la última clase y tenía esperándolo media hora. Ella se despidió de sus amigas mientras el se quedó a un lado. Antonio indicó el camino y le ofreció ayudarla con sus libros, ella agradecida se los dio y el tomó la pesada la carga.

- “¿Que traes aquí, ladrillos?” dijo fingiendo esfuerzo.

Ella sonrió y le comenzó a dar un detallado informe del contenido de aquella mochila, 4 libros de distintas materias, 6 cuadernos, una calculadora científica, una cajita con lápices, plumones y marcadores, una agenda y un largo etcétera. Mientras pormenorizaba su resumen, iba extendiendo con el índice de su mano derecha uno a uno los dedos de su mano izquierda, así hasta que ya no tuvo más y continuó el sumario invirtiendo las manos. Ella miraba al suelo mientras hablaba y, de vez en vez volteaba sus ojos hacia el, como para cerciorarse de que le estaba poniendo atención. El contar con los dedos le pareció a Antonio un gesto tierno, casi infantil, y la sonrisa aunada a los luminosos ojos color miel, le alumbraban el camino como las luces altas de un autobús. Todo junto le provocó un nudo de emoción en la garganta. Hubiera deseado que la risa le explotara en carcajadas de alegría y sus ojos no retuvieran más las lágrimas de gozo. Más que nunca deseó abrazarla.

Abrazarla y besarla.

25 años después, más o menos, Antonio dudó en dar click sobre la imagen de Laura presentada por el brillante monitor de la computadora. De nuevo se encontró sopesando posibilidades, analizando probabilidades y sintió cansancio. Suspiró muy fuerte y hundió la cabeza entre los hombros y decidió que ya no había nada que perder y, mientras hacía una mueca de fastidio, que tampoco había nada que ganar.

De cualquier modo continuó pensando más de lo que hubiera querido. ¿Y si le envío un saludo?, ¿y si no me contesta?, ¿y si resulta que me bloquea?, ¿y si sí me contesta?, ¿y si …?

La pequeña imagen mostraba el rostro tantas veces visto, tantas veces recordado. En honor a la verdad lucía bastante bien, llevaba el pelo más corto que hace 25 años, pero el color es el mismo, el miel de sus ojos no había perdido nada. La sonrisa adornada por dientes blanquísimos indicaba un buen trabajo del dentista o del PhotoShop. Pero era ella. Luminosa

No quiso ponerse a hacer cuentas de cual sería su edad actual pues no quería darle importancia. Había visto suficiente con esa imagen de 2 por 2 centímetros. Aparentemente el tiempo había sido benévolo con ella, pero no lo había sido menos con él mismo. Tenía algunas arrugas alrededor de sus ojos y sólo había aumentado dos tallas en estos últimos 25 años, más o menos. Su barriga no alcanzaba a tapar la hebilla del cinto y sí le daba un cierto aire de bienestar. Usaba lentes para leer y la coronilla ya presentaba una escasez de cabello que no llegaba a ser alarmante. En fin, lucía y se sentía bastante mejor que la gran mayoría de sus coetáneos.

Había aprendido muchas cosas durante este tiempo, como a dar valor a ciertas cosas que antes no lo tenían, y a restarlo de nimiedades que solo afligen y atormentan. Esto que estaba sintiendo hoy, caería en la segunda categoría, pero inexplicablemente y contra toda razón, se aferraba a escalar a la primera. Le inquietaba y no podía definir por que, cual era el motivo. Y esto era lo más irritante, no podía defenderse de algo que desconocía, no sabía como combatirlo y como deshacerse de aquello.

Retiró el apuntador de la pequeña imagen pero mantuvo la vista en ella.

Pero ya no era la imagen en lo que mantenía su mirada, estaba mirando hacia adentro.

25 años antes, más o menos, Antonio caminaba al lado de Laura. Ella por fin había terminado su recuento de material escolar y quedó en silencio por unos momentos. Siguieron andando y Antonio clavó su vista en ella, Laura volteó y preguntó:

- “¿Que?”.

Antonio meneó despacio la cabeza de un lado a otro, mientras su rostro se poblaba de sonrisas, pequeñas y efímeras, que se sucedían y se sobreponían unas a otras. Cada una con su propio motivo y su propia intención. Y respondió:

- “Nada”.

Pero la respuesta no suficiente para ella y frunció el ceño. Antonio decidió que era el momento para el siguiente paso.

- “Que linda te ves”.

Laura sonrió de buena gana ante el halago y lo agradeció. Antonio no necesitaba más agradecimiento que la sonrisa. Se sintió valiente y audaz después de ese paso y ganó en confianza. El temblor que el atribuía al frío de la noche, pero sabía que era provocado por sus nervios, desapareció. Y así llegaron al restaurante. Se acomodaron en una pequeña mesa lejos de la puerta de entrada y al llegar el mesero, Antonio preguntó:

- “¿Qué quieres tomar?”.

- “Una limonada”. Respondió Laura.

Antonio deseó que ella hubiese perdido algo más fuerte, cerveza o tal vez, tequila, pero no. De cualquier modo, le hubiera parecido fuera de lugar en ella. La cerveza podría esperar.

- “Una limonada y una coca-cola, por favor”.

- “¿Y como te fue?”. Preguntó regresando su vista hacia ella, y con más intención de abrir la plática que de enterarse de los consabidos pormenores y peripecias en la escuela.

Y los pormenores y peripecias comenzaron a sucederse hasta que se convirtieron en un interminable susurro. Antonio no estaba poniendo atención a lo que Laura decía, sólo a como lo decía, el movimiento de su boca, sus intermitentes parpadeos, como inclinaba su cabeza cuando reafirmaba algo con un “¿Verdad?. Todas esas pequeñas cosas hacían un cuadro delicioso, maravilloso y encantador. Sólo le hubiera gustado decírselo en ese momento.

La cena se desarrolló en el mismo tenor, ella hablando y el fingiendo que escuchaba.

Hasta que llegó el momento.

La recién adquirida confianza le impulsó a dar el paso clave. El momento llegó y el sentía la extraña tranquilidad del que habiendo estudiado, se sometería a su examen final.

25 años después, más o menos, Antonio dudaba aún sobre si dar click o no sobre la pequeña foto de Laura. Después de todo, era un hombre casado, felizmente casado, y esto podría despertar inquietudes que no serían bienvenidas por su familia, un muchacho de 18 años y dos niñas de 14 y 12. Eso sin contar a su esposa, que de encontrarle un mensaje inconveniente, podría, y definitivamente lo haría, someterlo ella misma a una operación como la que se practica en los gatos para evitar el vagabundeo. O alguna otra cosa peor.

El dedo de Antonio temblaba como el de un pistolero durante un duelo. Abrir esa ventana equivalía a mandar un mensaje, breve y escueto, tal vez. Un “Hola”. Pero ¿para que?, ¿valdría la pena?. El riesgo era alto y no había razón para hacerlo, salvo el sincero gusto de saludar a una vieja amiga. Pero él sabía que no habría sinceridad en un mensaje tal.

Y lo pensó, y lo repensó.

25 años antes, más o menos, Antonio decidió que ya no había más que seguir con el siguiente paso. Y aspiró hondo. Y la seguridad que le había invadido antes, súbitamente le abandonó, dejándolo prácticamente colgado de la brocha. Abrió la boca pero no emitió ningún sonido. Hubiera sido gracioso, de no haber sido tan patético. Laura lo miró a los ojos y frunció el seño, de esa manera tan cautivadora como lo había hecho tan sólo unos minutos antes, esa forma de pregunta que sabemos que no tiene respuesta.

- “¿Que?”.

Dijo Laura.

Antonio meneó la cabeza, de la misma forma que lo hizo unos minutos antes. Agachó la cabeza y exhaló. Era el momento

25 años después, más o menos, Antonio peló los dientes, como un perro furioso, y dio click.

25 años antes, más o menos. Antonio jaló las comisuras de sus labios hacia afuera, tratando de invocar una elusiva sonrisa, y dijo:

- “Laura…”.

- “¿Que?”.

Y el silencio le pareció que se extendía más de lo conveniente. Las palabras se resistían a acudir a su boca.

- “¿Que?”.

Repitió Laura. Y por fin, jaladas de los pelos, se presentaron las dos palabras.

- “Te quiero”.

25 años después, más o menos, Antonio recordó aquella noche. Y sus dientes destellaron en su boca, como cuchillos amenazantes. Y de repente, las comisuras cayeron, con ese cansancio con que caen los boxeadores cuando se saben perdidos, cuando no hay nada más por que pelear. Y dio click

25 años antes, más o menos, Laura repetía por tercera vez:

- “¿Que?”.

Pero ahora era un “¿Que?” retórico, de sorpresa, no de interrogación.

Laura preguntó la razón de semejante afirmación.

- “¿Por qué me dices eso?”.

Era el resquicio con el que no había contado.

Antonio esperaba un sí rotundo, o eso hubiera deseado. Hubiera querido que Laura le dijera “yo también”, o “¿Por qué no me lo habías dicho antes?. O cuando menos que se le echara encima con los brazos abiertos. Pero no.

Laura dijo:

- “Yo no te di ninguna razón para eso”.

Ups.

Antonio estaba preparado para todo. Menos para una negativa.

Las palabras, esquivas nuevamente, desertaron dejándolo solo.

25 años después, más o menos, Antonio analizaba la página a la que había ingresado. No encontró nada. Laura sólo compartía información previa solicitud de amistad. Y no pensaba solicitar su amistad. Por segunda vez.

25 años antes, más o menos, Antonio miraba con ojos desorbitados a su alrededor, abría la boca pero no articulaba sonido alguno. Por un momento temió ya no poder volver a hablar jamás.

A decir verdad, Laura se portó bastante amable y condescendiente, tomó la mano izquierda de Antonio entre las dos suyas, y palmeó con la que quedó arriba. Lo miró a los ojos y le sonrió. Otra vez esa sonrisa, que aún en las mejores circunstancias podía privar del aliento a cualquier hombre que tuviera sangre en las venas, ya que los que no la tienen, están privados ya de aliento también. Si eso era en el mejor de los escenarios, en el peor, que ese lo era, estaba a punto de causarle un colapso. Antonio quería hablar, pero no podía, quería llorar, pero no se lo iba a permitir, hubiera querido salir corriendo, pero hubiera sido la peor cobardía. Le hubiera parecido bastante heroico si un rayo hubiera caído sobre el en ese momento, convirtiéndolo instantáneamente en un recuerdo. Pero ni habló, ni lloró, ni corrió ni se lo tragó la tierra. Así que Laura continuó:

- “Te agradezco que te hayas fijado en mi, pero te mentiría si te digo que yo siento lo mismo”.

Era admirable como estaba resolviendo ella las cosas. Un espectador casual hubiera jurado que ella tenía experiencia, como si fuera un libreto aprendido a fuerza de repetirlo infinidad de veces en infinidad de circunstancias. Y si lo que ella causaba en el, lo causaba en otros, no cabiá duda de que así habría sido.

Laura continuó:

- “Soy tu amiga, y eso podemos seguir siendo, ¿estás de acuerdo?”.

Antonio bajó la vista para librarse del hechizo de la sonrisa y lentamente meneó la cabeza de arriba abajo. Las palabras seguían sin aparecer por su boca.

25 años después, más o menos, Antonio no recordaba que había pasado después, ni siquiera como o cuando fue que la facultad de hablar regresó. No recordaba si siguieron hablando o si se despidieron de inmediato, si la acompañó a su casa o si el se quedó ahí, devastado convirtiéndose en una masa amorfa, sin brillo ni color, sin vida, como una piedra. Lo único que recordaba era el día siguiente, el frío había aumentado y la llovizna permanecía, y pareciera que un eterno y gris invierno se había instalado permanentemente, y que el sol solo era ya un vago recuerdo. Trabajar aquella mañana le representaba un sacrificio imposible, no podía concentrarse y su cabeza estaba a punto de estallar. Así que se levantó y salió a la calle a tratar de despejarse, aunque el clima gris y frío no estaba poniendo mucho de su parte. Todavía no avanzaba ni 10 pasos fuera de su oficina, cuando un camión de carga, estruendoso y sucio como suelen ellos serlo, pasó a su lado. La llanta delantera de la unidad pellizcó una piedra y Antonio escuchó un agudo zumbido frente a su cara, seguido del chasquido de un vidrio al quebrarse. Antonio no detuvo su marcha mientras volteaba a ver el agujero que la piedra había provocado en el cristal de su oficina, su cabeza ahora si estuvo a punto de estallar, literalmente. Se preguntó si tendría que haberse levantado de su escritorio un par de docenas de milisegundos antes, para estar en perfecta sincronía con la vida y recibir la piedra en la sien. Ni siquiera llegó a tiempo a su cita con el destino, ahí debería haber terminado todo.

Visto a 25 años, mas o menos , de distancia, ya no parecía tan abrumador como lo fue entonces, pero el dolor ahí estaba y no por viejo, menos punzante, que aún le producía algún espasmo de vez en cuando. Antonio pensó que se había acostumbrado tanto a ese dolor, que ya no le era difícil continuar viviendo, y aún más, ser feliz. Por que lo era.

Movió el apuntador hacia la esquina superior derecha del monitor y …

Tardó un poco, pero dio el click para cerrar la ventana, mientras murmuraba:

- “Adios, Laura”.

Tardó mucho tiempo para poder decirlo, sinceramente, sin rencores y sin las emociones alteradas. Y el cadillo seguía ahí, causando dolor, pero Antonio ya podía ignorarlo y no hacerse más preguntas, y solo necesitó 25 años, más o menos.

viernes, 7 de octubre de 2011

No more!

miércoles, 5 de octubre de 2011

Al principio tuve que hacerme de cada oportunidad para aborrecerte, para enterrarte, para educarme a tener una aversión por tu persona, esa fue la única forma que encontré en ese momento para intentar generarme un espacio en el que tu no existieras, un lugar en donde yo me amara más a mi que a ti.

Sobra decir que no te aborrecí, no te enterré, no generé una aversión por tu persona y no... tampoco pude generarme nunca un espacio propio en el que tu no existieras. Entendí que este amor desmedido que te tuve y en el que nunca pude encarrilarme en una forma forma sana de amor, me llevaría a un inevitable final de consecuencias desproporcionadas. No pudo ser de otra forma, la intensidad de una ruptura siempre atiende a la intensidad con la que se amó, al lo profundo del hoyo que uno mismo cavó, o... como dicen por ahí, el golpe siempre es mas duro mientras más alto se vuele, yo volé mucho y muy alto.

No tuve amigos en esta lucha, no por que no estuvieran ahí para mi, sino por que esta era una batalla que tenía que librar solo, era un evento del cual tenía que aprender a dejar ir a las personas, al ser amado; aunque los momentos gratos fueron muchos y siempre volvería a apostar por ti, llega un momento en el que uno tiene que sacar la bandera blanca y rendirse, no en contra de quien hace daño, sino rendirse ante uno mismo, rendirse ante el sentimiento de pérdida, de abandono, de coraje por no poder guardar para los demás lo que uno nunca guardó para si mismo, rendirse en esta guerra que se libra en contra de uno mismo y la obstinación por estar al lado de alguien, cuando ese alguien no sabe estar a lado tuyo, viceversa.

Ese punto en el que se toma la decisión de avanzar, de perdonar más no olvidar, por que olvidar es echar en saco roto lo aprendido, olvidar es empezar a volar de nuevo sin vislumbrar el piso que se va dejando abajo.

El mayor de los éxitos.
 
 
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